22 de febrero de 2011

LA ABUELA JOSEFA Y SU CORTIJO


La abuela Josefa
No se porque razón, pero desde muy pequeña pasaba largas temporadas donde la abuela Josefa, luego al empezar la escuela solo iba los veranos en vacaciones, según fui creciendo el tiempo que pasaba allí era mas corto.

La abuela Josefa era una mujer alta y fuerte, había que hablarle alto para que oyese, el pelo recogido en un moño, vestida siempre con el hábito de la Virgen del Carmen, con su delantal y como si quisiera descansar se ponía las manos en la cintura (en jarras se decía) Tuvo ocho hijos cinco hembras y tres varones, Adolfo, Victoriana, Sebastián mi padre, Consuelo, Felisa, Andrés, Aurora y Faustina. No se a que edad quedaría viuda pero cuando yo nací ya no vivía el abuelo José María, y en esos años solo quedaban solteros con la abuela Andrés, Consuelo, Aurora y la tía Faustina, esta ultima estaba siempre en el pueblo cosiendo.

Llamaban cortijos a todas las casas que había en La Raña. No puedo recordar todos los que había ni porque se le llamaba cortijos, pues estás casas no eran grandes ni nada parecidas a los grandes cortijos de Andalucía, pero se que estaban unos cerca de otros y todos los que allí vivían eran como familia, ayudándose en todo lo que necesitaban.

Un día de reunirse era el de la matanza, haciéndola en días distintos para poder colaborar todos en las faenas que la ocasión requería y prestarse utensilios como cuchillos, artesas y maquina de hacer morcillas.

Otro día de reunión y fiesta era el jueves de Comadres, hacían como un sorteo donde las mujeres sacaban un nombre y al coincidir estos, pasaban a llamarse comadres durante todo el año. Las comadres entre ellas, nunca se llamarían por su nombre real, también sus maridos serian compadres.

El cortijo tenía la puerta al Noreste. Por entonces, con la hora real del sol- tenían el reloj mas antiguo que se conoce- según iba dando la sombra, se sabían las distintas horas del día. El punto que mejor recuerdo era el de las doce del medio día, a partir de ese momento no se tardaría mucho en ver llegar a los segadores en verano, después de unas cuantas horas de siega volvían para comer y descansar para luego continuar la jornada . Para esa hora la Abuela ya estaba terminando la comida, que por cierto debía de guisar muy bien. Desde siempre he oído contar una anécdota de lo mucho y bien que guisaba. De vez en cuando, pasaba por los cortijos una pareja de la guardia civil y daba la casualidad, que al pasar por el de la Abuela, coincidía con la hora de la comida, al invitarles si querían comer, ellos dos, siempre decían, por ser cocido nos vamos a sentar, Josefa lo hace tan bueno. Hubiese lo que hubiese de comida, respondían lo mismo (Seria que todo les estaba bueno, o podía ser el hambre que llevaban)

Las ventanas de la casa eran muy pequeñas una en cada cuarto o habitación, de los tres que tenia, la cocina con chimenea para el invierno y en verano si el año había sido bueno, se llenaba de trigo o cebada y encima del grano montones de melones y sandias. Para los pequeños que estábamos en esos días no había mejor cosa que mandarnos a coger un melón de la montaña de trigo, si no estaba muy bueno llevarlo a la zahúrda para los cerdos. Como disfrutábamos comiendo melones y sandías.

En la puerta del cortijo, había una enredadera en un pequeño jardín lleno de pericones y macetas con geranios, gitanillas y claveles. Al llegar la tarde, veía llegar al tío Andrés lavarse apresurado y marcharse a un cortijo cercano, donde le esperaba la tía Basilia entonces su novia. Mientras la tía Consuelo y la tía Lola, se arreglaban con su delantal de costura y una flor prendida en el pelo, sentándose a coser en la puerta hasta que llegaban los novios José y Carmelo. A partir de ese momento, la abuela sentándose en una silla delante de los cuatro, cada pareja hablándose despacito al oído, y la abuela a duermevela, pero no se movería de su lado las horas que ellos estuviesen allí (a esto se le llamaba guardar la cesta)

Lo que llamaba la atención al llegar al cortijo, era la noche. acostumbrados a la luz eléctrica, el verles encender el carburo cuando oscurecía era todo un ritual. El carburo se abría como una cafetera a rosca y había que tener mucho cuidado porque el olor que desprendía era tan fuerte que mareaba, se rellenaba la parte de abajo del mineral, en el departamento de arriba se ponía agua, se cerraba bien y se encendía, también con cuidado porque algunas veces daba un fogonazo que asustaba. Con este tipo de lámpara en la cocina, y un candil, la noche se hacia de lo mas misteriosa, oyendo contar a los mayores sus cosas cotidianas del día, el lobo o zorro que habían visto, o bien contando historias de tiempos pasados hablando de maquis que bajaban de la sierra y asaltaban por los caminos.